Un forastero detiene su caballo y su carreta delante de una tienda de pueblo, en la que venden las mercancías más diversas, situada en el camino a la ciénaga de Okefenokee.
Anuncia: ¡He venido a cazar jabalíes!
Los parroquianos se echan a reír. ¿Esas bestias salvajes y peligrosas? ¡Ni lo sueñes!. Ni los rifles más potentes pueden abatirlos. ¡Vuelve a casa! Forastero, perdí esta pierna huyendo de los jabalíes. Márchate.
En realidad quería comprar maíz, dice. Y cada semana compra más de camino a la ciénaga.
Los cazadores se rascan la cabeza, acarician sus escopetas y pasan los meses hasta que un día el forastero anuncia: Caballeros, tengo que llevar seiscientos jabalíes al mercado.
En medio de un silencio fruto del asombro, explica su técnica: «Primero puse un poco de maíz en el borde de un claro. Cada semana añadía un poco más de grano en dirección al centro».
Primero los jabalíes jóvenes, pero al final incluso los más grandes y salvajes, sucumbieron al atractivo de la comida fácil. «Dejaron de temerme, y metro a metro fui construyendo un corral. Como tenían la vista fija en el maíz, ni se enteraron.»
¡No es posible! —Protestaron los viejos cazadores—. ¡Eso no es cazar!
Claro que lo es- replicó el hombre-. Y esta mañana cerré la puerta.
Esta historia es un cuento con moraleja de doble cara. Las dos caras dicen lo mismo: usa tu cabeza.